La alcancía

Cuando se aproxima la hora, por fin, toma la decisión y rompe la alcancía sobre la colcha de la cama para no tener que correr detrás de las monedas. Las recoge dejando que el tacto guie la vista, cada vez menos precisa, y las apila después según su valor: montones de cinco para las de veinte, de dos para las de cincuenta, de diez para las de diez céntimos. Un euro por montón. Cuando no queda ninguna moneda huérfana, hace la suma de los montones una vez, y la repite después para corroborar el resultado. Treinta y siete. Más el billete de cinco que también contenía la alcancía, cuarenta y dos. No es mucho, pero ben vendrá a su hija. Bastante agobiada ha de encontrarse para superar el pudor y llamar pidiéndole ayuda. Para pagar la luz, ha dicho con voz oscurecida, de la que se produce al pronunciar las palabras hacía dentro, como si lanzarlas fuera fuese terrible y conviniera que solo las escuchasen en la intimidad sus entrañas. Y hacia el teléfono también, donde escuchaba su madre, al fin y al cabo entrañas con otra consistencia, más arcaicas, más experimentadas en el tiempo.

La madre, dudó, no por la hija, no, por ella se cortaría una mano, un pie,o lo que necesitase. Por ese condenado marido, vago y desagradecido hasta la médula. Por sus nietos, que estarían al llegar, también sacrificaría cualquier cosa. El pequeño era cobardica y respondón como su padre, pero al menos la mitad de su sangre pertenecía a la buena raíz de su madre; y un riñón, y un pulmón y una de las dos mitades del corazón y el cerebro, pertenecían también. A ella de todo eso le correspondía un cuarto, pero con una libra hubiese bastado para entregar su cuerpo entero. La pequeña, era demasiado bebé todavía para aventurarse en juicios sobre su carácter; lugar habría para que se desarrollara y, si la suerte le sonreía, le saldría tirando a la mamá, pero menos sumisa; y menos enamoradiza y más inteligente. Por ellos, hubiese roto sin dudar la alcancía al tiempo que colgaba el teléfono, pero fíjate si pesaba la aversión al marido que había demorado la decisión hasta un instante antes de que llegasen para el almuerzo. Fíjate si andaban al llegan, que suena el timbre y ella guarda las monedas en una bolsa del supermercado y después abre la puerta, besa a los niños como si fuese su obligación marcar con la silueta de los labios sus mejillas, les abre paso hasta la cocina, lo que no es costumbre, porque sabe que nada más entrar asaltarán el frigorífico y rapiñarán algo entre las sobras de los días anteriores, pero es lo que esta vez pretende para quedar así un momento a solas con la hija y el marido.

– No es una fortuna, pero es lo que he podido reunir.

Dice mientras se aproxima con paso de pies arrastrados a la repisa donde antes dejó la bolsa. Es un andar lento pero tan inalterable que ni siquiera se interrumpe con el sonido de la voz de su yerno.
Reunir qué.

Y por el espejo ve que ella le aprieta la mano, rogando silencio, pero a él parece encenderlo aún más el gesto.

-Reunir el qué -repite.

Ya vuelve hacia ellos, con la bolsa tendida en la mano izquierda.

– Lo que he podido.

Él le arrebata la bolsa con un tirón y en cuanto la abre, solo existe en el mundo su esposa. A ella, la mira, furioso.

– ¿Somos ahora mendigos? Le has dicho eso a tu madre. ¿Que soy un mendigo?

Arroja la bolsa al suelo y, como ella temía, el suelo queda inundado de monedas que corretean en direcciones aleatorias, como cucarachas sorprendidas durante la noche. Durante un momento su tintineo recuerda a los pequeños platillos de una pandereta tocada a destiempo por manos cansadas. Cuando solo queda el silbido de algunos cantos, que ruedan y chocando después contra el gaurdapiés de las paredes, oyen, madre e hija, el estruendo de la puerta de la calle al cerrarse, después de la voz de los niños, anunciando que papá se ha ido como si la huida fuese un juego. Ella cierra la puerta y se lanza al suelo a recoger las monedas.

– Mamá, ¿qué haces?
– Corre hija y ayúdame a recogerlas antes de que vuelva – dice la vieja.

La hija duda, un instante, apenas. Después cierra la puerta agachada, ayuda a su madre a reunir de nuevo las monedas.

La abuela

Se escucha su sinfonía entremezclada de pasos y saltos sobre la acera. Zancada con la izquierda, zancada con la derecha, salto, salto. Después vuelta a empezar, pendiente de no pisar por accidente alguna de las líneas donde se juntan adoquines, guiada por las piernas enormes, blancas con serpientes violáceas de su abuela; los dos pasos, con las chanclas arrastradas por el suelo, suenan como los instrumentos tubulares de arena, después, el salto se demora un poco porque su abuela tira del abrazo elevándola unos centímetros del suelo y dejando que caiga al compás de un ruido que recuerda las palmas flamencas.

La abuela anda despacio, según ella misma, pero según el juicio de la nieta camina como si la poseyera el demonio -que es por cierto una expresión que solo dice la abuela-, tan rápido que sería difícil aguantarle el ritmo de no ser por la pequeña ayuda que supone alzarse del suelo cada dos zancadas y porque esa ayuda hace ralentizar el paso a la vieja, que, además, aprovecha para respirar hondo después de celebrar el balanceo de la cría con un sonido compuesto de vocales cerradas. Hace calor, aunque todavía no es verano cerrado, y la sensación de la piel refrescada poco antes por el agua de la piscina empieza a esfumarse, como se pierden a la vista los objetos distantes en verano. Queda un recuerdo y el sentido de la brisa en la frente y, la sordera que el agua ha impuesto al oído izquierdo y la neblina del cloro en los ojos, que se hace más profunda al mirar hacia los objetos brillantes, como los reflejos del sol en la matrículas de los los coches.

La abuela se ajusta el gorro amarillo sobre las orejas y finge peinar dos rizos de color gris negruzco sobre la derecha. En la mano que no balancea a la nieta lleva una silla de playa y sobre ese mismo hombro cuelga un bolso grande, de tela, tan feo que no se atrevería a sacarlo a la calle si no llevase cubriendo el otro costado una toalla doblada.

– Abuela, ¿Qué vamos a comer hoy?
– ¿Qué te gustaría comer?
– Muchas cosas.
– Pues vamos a comer muchas cosas: hay salmorejo, hay patatas fritas, hay filetes empanados, hay albaricoques.
– Es mucha comida.
– Claro, es mucha comida.

La nieta cierra la conversación con un grito de júbilo y, como asustada por haber perdido dos o tres compases de la melodía de pies arrastrados y zapatazos, propina dos saltos seguidos que han de servir para recuperar el tiempo perdido. En casa, poco más tarde, tiende en el tendedero de interior la toalla sin fijarla con pinzas y deja el bañador en el lavabo del cuarto de baño para que la abuela lo enjuague y pueda usarlo al día siguiente sin tener que meterlo en la lavadora. Mientras se está vistiendo e introduce los brazos bajo los tirantes del otro bañador, el que usa por las tardes, suena el teléfono. Abre la puerta del dormitorio y aguarda tras el sofá del salón.

La abuela restriega sus manos en un paño de cocina antes de que finalice el segundo timbrazo y cuando el tercero empieza a extinguirse descuelga el teléfono. Se sienta como si las piernas le fallaran y, por el tono, la nieta sabe que es su mamá quien está al otro lado de la línea.

– ¿Entonces cuando vienes, hija? No, tú verás. Tú sabrás. ¿No quieres hablar con ella, saludarla? Bueno, bueno, tu verás.

La abuela cuelga y permanece entonces un rato en silencio, observando el aparato blanco por el que ha hablado hace apenas un instante. Se incorpora, haciendo fuerza con el brazo sobre el respaldo del sillón, y con el paño todavía arrugado en la mano derecha, se gira para volver a la cocina.

– Anda, ¿qué haces ahí detrás del sofá? – pregunta sonriente-.
– Nada -contesta, la nieta.

La levanta en brazos, y aprejándola contra el pecho, le acaricia sin darse cuenta el pelo húmedo con el trapo sucio. Lo sacude para limpiarlo y dice después, sonriente:

– Ha llamado tu mamá. Que te quiere mucho.